28 agosto 2012

El nadador


[Relato / Borrador]


¿Qué es aquello que Píndaro dice en su
alabanza? Recuérdamelo, si lo sabes. Es
cuando dice que el agua es lo mejor, y
a continuación ensalza el oro, acertadamente,
en el comienzo de la más bella
de sus odas.
Luciano


- Si es posible, compra el pan cuando vuelvas -dijo padre ya apoltronado en el sofá mientras examinaba  los botones del mando a distancia con la gafas levantadas sobre la frente. Asentí y salí de casa sin despedirme, con lo necesario para ir a la piscina. Un sol jabonoso impregnaba las calles a esa hora, poco después de la comida, y la carnicería seguía abierta. El olor gelatinoso de las tripas llegaba hasta la portería de casa. Los moscardones extendían su reinado a lo largo de la calle. De los ganchos colgaban tiras de lomo ahora oscurecidas por el calor y el contacto del aire, y sobre el mostrador había lenguas de toro, cráneos irreconocibles de ovejas y vacas desprovistos de ojos, partes, ancas, patas como prótesis operables y fragmentos de animales salvajes cazados de noche en los Pirineos. Unos metros más adelante, el olor de la carne se mezclaba con el aire de cloro y cerumen que expulsaban los grandes ventiladores de la trasera de la piscina. Había niños jugando al baloncesto en un patio anexo. Sus desplazamientos, gritos y saltos acrobáticos desplazaban a las palomas, que se desprendían del suelo asustadas y al unísono como frutos maduros. 
Entré en las instalaciones de la piscina y saludé a la vieja empleada a través del cristal enrejado. Buenas tardes, señora. Ella, que se encontraba en ese momento enfrascada en la lectura de una novela, no levantó la cabeza. Con un dedo apoyado sobre la página dirigía el rumbo de la lectura; con la otra mano sujetaba un lápiz para señalar las frases conjeturales. Introduje el dedo en el detector de huellas dactilares y esperé la conocida señal: "Entre". Pero la señal no se produjo y nada ocurrió. Separé el dedo, lo miré y lo froté contra el jersey y volví a posarlo en el detector con idéntico resultado. Nada. Me giré y dos veces le dije a la recepcionista: no funciona, sin que la mujer despegara los ojos de la novela. Y cuando lo hizo se quedó mirándome desconcertada. Vuelve a intentarlo, dijo al fin, a veces falla. Asentí, me giré y volví a intentarlo: "Entre". Se desbloqueó el torno. Sonriendo para mí me dirigí hacia el vestuario. Antes de girar por el recodo volví la vista hacia la recepcionista. Contra todo pronóstico seguía mirándome con el lápiz alzado a media altura y la novela sobre la mesa, abandonada definitivamente. En el rostro dibujado un cierto torcimiento de boca. La lengua pulsaba su labio inferior queriendo surgir de debajo como cosa encantada, o como una magia.
Naturalmente, en el vestuario, la típica competición, las consabidas miradas y enrojecimientos. Un pito por aquí y otro por allá, la mano musculada del patriarca mesándose el pelo frente al espejo, la quijada fija y endurecida, Schwarzenegger de toda la vida; o bien las gotas de sudor y de agua, los pelos de las piernas no depiladas reunidos como estalactitas tiernas, los calcetines, los calzoncillos, la morbidez de la goma de un zapato y el ojo final que te escruta inclinado hacia adelante mientras simula estar trabajando en los cordones. 
Me coloqué el bañador y guardé la ropa y los zapatos en una taquilla. Cogí la toalla y el gorrito de látex negro y me encaminé hacia la piscina a través del vestuario; mis sandalias de baño sonaron sobre el embaldosado como los zuecos de un potro. Antes de entrar en la piscina, me detuve frente al espejo de las duchas para comprobar el estado de mi figura. Aún hay barriga, pensé desconsolado. Me separé del espejo y entré en la zona acuática.
Atención: obligatorio ducharse. Dejé la toalla sobre una barra metálica y, despojándome de las sandalias de baño, entré en las duchas. No tardé en percibir, entre los chorros de agua y vapor, los ojos de un viejo reseco que sostenía una pastilla de jabón a media altura. Parecía desaprobar alguna cosa de mí:  había dejado de frotarse y ahora aguzaba la vista expectante mientras la alcachofa moldeaba su escaso pelo como una lluvia indeseada. Creí que la tensión habría de resolverse en un gesto amable, acaso en una risa, que en mi cara quedaban polvos de talco o que mi afeitado había resultado ser particularmente irregular ese día. Pero el viejo no hizo gesto alguno. Me retiré de la ducha inquieto y apenas mojado. La piscina se extendía a lo largo de cincuenta metros bajo un techo suspendido del que colgaban luminarias naranjas. A la izquierda unas gradas vacías subían desalineadas hacia arriba y se perdían en la oscuridad. Es normal que en la piscina la gente se mire, pensé. Cada uno aprovecha la oportunidad de descubrir lo que en la calle se le oculta. No pasa nada. En las duchas son habituales esa clase de escrutinios despiadados. No es la primera vez.
Me coloqué el gorrito en la cabeza y el sonido del agua y de los nadadores quedó diluido y mezclado en ecos distantes. De los ocho carriles disponibles, siete estaban ocupados. Decidido como siempre a nadar solo y sin ser molestado avancé hacia el carril disponible. Me acerqué al trampolín, enmarcado entre dos corcheras de argollas rojas, y realicé con desgana algunos ejercicios de calentamiento con brazos y piernas, inclinaciones diversas y maniobras crujientes. Después, sin estar del todo tonificado, me lancé de cabeza al agua.
Se rasgó como una seda. Arranqué a nadar crol y sentí la frescura y el embrionario placer de saberse envuelto, flotante. En los primeros compases imprimí toda la fuerza de que disponía y no tardé demasiado en atravesar la piscina. Debajo, las baldosas azules se sucedían una tras otra señalando el rumbo y la velocidad de mi impulso. Las piernas se dejaban llevar por los brazos. Tren inferior relajado, pies vueltos hacia dentro y dedos en punta; el compás de la brazada movía arriba y abajo las caderas. Por unos instantes sentí que no tendría que hablar con nadie más el resto de mi vida, y eso me gustaba. Nadar me ayudaba a relajarme. Atravesé la piscina y cuando toqué el borde me aferré al trampolín y cogí aire dispuesto a volver a arrancar. Pero algo me detuvo.
Sobre el trampolín había un nadador a la espera de lanzarse al agua. Los dedos de mis manos agarrados a la plataforma rozaron la punta de sus pies. El hombre miraba al frente y las luminarias naranjas del techo de la piscina se reflejaron en sus gafas acuáticas como sendos soles crepusculares. Estaba inmóvil, hierático y firme como un sacerdote sacrificial. De pronto, inclinó la cabeza hacia mí sin que su rostro dibujara expresión alguna y se quedó mirándome con la cara ladeada, como quién examina las particularidades de un insecto que acaba de aplastar y que aún se retuerce agonizante con las patitas al aire dispuesto a recibir un remate que sólo por crueldad no se le concede.
Asustado me impulsé con las piernas hacia atrás y arranqué a nadar hacia el otro extremo de la piscina siguiendo la línea marcada por las corcheras rojas. Apenas podía verlas: no tenía gafas de buceo y bajo el agua el cloro me picaba en los ojos y al levantar la cabeza para tomar aire las gotas descolgadas de las pestañas me impedían distinguir bien lo que ocurría a mi alrededor. Cuando llevaba unos cuantos metros a buen ritmo dejé de pensar en el hombre del trampolín y empecé a pensar con deleite en lo que me esperaba tras el ejercicio: un baño caliente en el jacuzzi del gimnasio, la relajación total envuelto en burbujas masajeantes. Mi cabeza dignamente peinada emergiendo del caldero hirviente de un chamán africano que entona canciones rituales. El gesto violento de una égida que me aplasta hacia dentro y me ahoga entre la profusión de pompas. Me detuve.
Había recorrido apenas veinticinco metros pero sentí la repentina necesidad de detenerme y mirar hacia atrás. Allí estaba. Sobre el trampolín seguía de pie el hombre. Y me observaba inexpresivo. Fue entonces, al comprender que me había parado para mirarle, cuando se tiró al agua en un salto majestuoso y liso, sin salpicaduras. Emergió a unos veinte metros de mí y trazó dos brazadas que lo impulsaron hacia donde yo estaba a una velocidad inusual. Lo primero que pensé fue que no tardaría más de veinte segundos en adelantarme. Sin embargo, al fijarme en su brazada noté que había introducido algunas variaciones en su técnica perfecta para mantenerme bajo vigilancia todo el tiempo. Me miraba desde esas gafas de buceo reflectantes mientras avanzaba sin cesar. Ahora estaba a quince metros de mí. Me volví y me impulsé con ambos brazos tratando de adoptar una postura hidrodinámica. Aceleré con un arrebato que puso en aprietos mi tensión arterial y sin apenas levantar la cabeza para respirar seguí hacia adelante maldiciendo el no haber traído gafas de buceo. Con los ojos por completo abiertos bajo el agua veía la línea difusa impresa sobre el fondo del agua que me indicaba la dirección a seguir. No podía volverme hacia atrás y tampoco podía mirar al frente. Concentré toda mi sensibilidad en tratar de percibir cualquier variación que pudiera producirse a mi alrededor y así fue como sentí en la cola un temblor creciente, una perturbación no producida por mis pies: el nadador. Me estaba dando alcance.





2 comentarios:

  1. Estás oscuro, desasosegante. Hay que leerlo dos veces. Me gusta, cuando las cosas hay que leerlas dos veces. Eso es que no se acaba. Por cierto, ¿qué pasó con tu novela? Nos tienes en ascuas. Un saludo.
    Javier.

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  2. después de tu entrada de Cheever pensé que era El nadador de él. Lo leo y descubro que no es así. Un placer de descubrimiento.

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